jueves, 12 de abril de 2018

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (45)
CAPÍTULO VI
La ilusión
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A todos nos pareció bien la idea, sobre todo a Daniel, que no acababa de entender la rigidez en los horarios y en las normas de mi casa en comparación con las que regían en la suya, mucho más liberales.

Sin la presencia de Nacho, no tenían sentido las visitas programadas, y los cuatro decidimos recorrer las calles contemplando la animación y la algarabía originada principalmente por niños que, junto a sus familias, acudían a presenciar el desfile de la Cabalgata de Reyes. A Goyita se la veía disfrutar un montón, seguramente por ser la primera vez que iba del brazo de un espigado muchacho, y no dejaba de reírse con cualquier motivo, mientras que a éste parecía no importarle que algunos a su paso miraran con descaro las formidables hechuras de la joven. Cécile y yo, contagiados por el ambiente festivo, comenzamos a dirigirnos la palabra y a entretener la mirada más tiempo en nuestras respectivas caras. Con la disculpa de que un fortuito empujón estuvo a punto de hacer rodar por los suelos la frágil figura de Cécile, le cogí la mano con instinto protector y ella no la retiró, al contrario, mirándome pícaramente me susurró: “Lo estaba deseando”. Aquella frase hizo sentirme el hombre más afortunado y querido de la Tierra. En aquel momento perdí la referencia de dónde estaba y a dónde iba. Mi vista quedó concentrada en el color castaño de su pelo corto, peinado a lo “Sabrina”, en la suprema elegancia del pañuelo de seda anudado a su cuello y en el modo en que el abrigo de paño azul marino, de amplia botonadura, se ajustaba a sus hombros. Por momentos me recordaba, en la grácil manera de caminar junto a mí, que era la mismísima Audrey Hepburn, frágil y enigmática en apariencia, y yo, naturalmente, Humphrey Bogart, pues no en balde había visto la cinta dos veces, atraído por la belleza de la protagonista. ¿Habría imitado Cécile deliberadamente el vestuario de Givenchy? ¿O tendría que ver su elegancia con la sangre francesa que corría por sus venas? Deseché estos interrogantes estúpidos cuando me volví para contemplarla de nuevo. Sus ojos me parecieron únicos porque además de su tonalidad extraordinariamente bella, me devolvieron la mirada de una manera especial e inolvidable.

Tanto romanticismo se calmó cuando a Goyita se le abrió el apetito tras ver pasar a los Reyes Magos, y nos propuso lo que presumíamos que más pronto que tarde, inevitablemente ocurriría:

―Con tanto tiempo de pie estoy desfallecida. ¿Qué tal si tomamos algo? Hoy parece obligado probar el roscón. Muy cerca de aquí hay una confitería que es el no va más de las frutas escarchadas, con las que decoran este tipo de dulces.

Y nos dirigió hasta dar con ella bajo los soportales de Cebadería. Por la familiaridad con que trataron a Goyita, deduje que no debía ser la primera vez que nuestra amiga visitaba el establecimiento. Conocía la especialidad de la casa en todas sus modalidades. Pidió un roscón relleno de trufa, que compartimos, y no se negó a probar en solitario un buen trozo de otro de nata montada, que la dependienta amablemente le ofreció con la seguridad de que al día siguiente, uno de gran tamaño sería el postre de los señores de Marcuenda.
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