domingo, 4 de febrero de 2018


LAS TENCAS DEL EMPERADOR CARLOS

Hay que admitir que los Austrias españoles forman todos ellos un completo manual de enfermedades psiquiátricas. Felipe II, enjuto, frío, incapaz de sonreír al decir de sus coetáneos, sufría de obsesiones compulsivas; Felipe III era ludópata; Felipe IV adicto al sexo, y Carlos II, al que el pueblo otorgó el significativo mote de El hechizado, amén de su desmedido amor por el chocolate, desarrolló el síndrome de Klinefelter. Los matrimonios endogámicos entre estos monarcas tenían que pasar factura. Conste aquí que los Borbones también tendrán su larga nómina de reyes afectados por melancolías, que es como denominaban los médicos de la época a los males de espíritu.
Carlos I, Rey de España y emperador romano-germánico, V de su nombre, hijo de Juana la Loca y bisnieto de Isabel de Portugal, encerrada por sus extravíos en el Castillo de Arévalo, también tuvo su enfermedad: la gula.
El apetito del Emperador fue proverbial. Llegó incluso a solicitar una bula del Papa que le permitiese comer nada más levantarse, antes de recibir el cuerpo de Cristo en la sagrada comunión, algo totalmente prohibido por la Iglesia. «Cristo, por muy transustanciado que se encuentre en la hostia, no llena la tripa», debió de pensar. La bula le fue concedida y al monarca Habsburgo pudo servírsele, casi en la cama, su caldo de ave con leche, su azúcar en generosa cantidad y sus alcamonías.
Cuatro cristianas comidas efectuaba el César Carlos: a las 12 un almuerzo compuesto de no menos de 20 platos, cerveza y vino. Si un Papa, incluso uno tan octogenario como Pablo IV, era servido en su mesa con 25 platos, ¿iba a ser menos el Rey del Mundo? Por la tarde la merienda y ya de noche, la cena. Los cronistas de la época nos refieren varias indigestiones graves del Rey-Emperador, quien no desdeñaba hasta comidas podridas: «Aun con mala salud, en medio de crueles dolores, no se abstiene de comer ni de beber lo que le es perjudicial», llega a referir Guillermo Van Male, su ayuda de cámara y gentilhombre.
La nómina de sus manjares predilectos puede llegar a ser muy amplia. Mencionemos aquí las ostras de Ostende, las sardinas ahumadas, los salmones, las angulas, las salchichas picantes, toda clase de carnes y la tenca.
La humilde, la simple tenca. Tinca, tinca. Pez de agua dulce y que prefiere como hábitat las charcas y los estanques. Su gran tolerancia a la baja oxigenación y a las aguas sucias favorece su expansión. Autores hay que consideran que ya se consumía en la Edad del Hierro; y en Extremadura es un pez usual a lo largo del río Tajo. Cuenta la leyenda, de hecho, que, a su paso por Arroyo de la Luz, entonces del puerco, probó el emperador las tencas fritas de la zona; quedó admirado y dispuso desde entonces que se le sirviesen en su mesa. Tal vez entre esa veintena de platos a que estaba acostumbrado.
También las tencas le acompañarían durante su retiro en el jerónimo Monasterio de Yuste.
La historia servil y cortesana muchas veces nos ha dibujado a un emperador recluido en el monasterio en régimen casi de asceta. En modo alguno. Su palacio, sí, era sencillo, pero en su retiro estuvo servido por 52 criados. Compárense estos con los 38 monjes que vivían entonces en Yuste. 52 criados, de los cuales más de 20 estaban dedicados a servir su mesa, siempre generosa. Tenía cocineros, panaderos, pasteleros, un encargado de la cava, un frutero, un salsero, un cazador para surtir de carnes de caza, un hortelano, un cuidador de las gallinas y un afamado cervecero, Enrique Van der Hesen, que preparaba su bebida predilecta. En materia de vinos, el Habsburgo tiraba de las bodegas de Pedro Azedo.
En los estanques creados en Yuste por su ingeniero Torriani, pescaba el emperador. Tirando la caña desde la ventana o la terraza del palacio. En aquellas aguas, estancadas, criaban tencas, que pasaban rápidamente a la cocina a medida que el monarca las pescaba. Le volvían loco, y algo de esa afición ha quedado en las muy recomendables fiestas de la tenca que se celebran en la mancomunidad del Tajo-Salor.
Pero, ay, aquellos estanques también fueron un hábitat favorable para los mosquitos; y entre estos la hembra del anopheles. Una de sus picaduras infectó de malaria al rey abdicado y cuando llevaba apenas un año en Yuste, murió. Malaria (del italiano mal aria o mal aire) o paludismo (del latín palus, pantano). Tal fue su final.
Tres meses había tardado el césar en llegar a Jarandilla desde Bruselas. Otros tres estuvo esperando allí hasta que terminaron su palacio. El 3 de febrero de 1557 puso pie en Yuste y pudo comer sus tencas y el 21 de septiembre de 1558, por un mosquito, murió.
Pero queda el consuelo que durante esos pocos meses comió bien y abundantemente. Salvo una vez, cuando, incauto, decidió compartir mesa con los frugales monjes. Una sola vez. Consta que ni siquiera esperó al final de aquel almuerzo y, lamentando la cocina tan sosa de los servidores de Dios, corrió a sus habitaciones, donde pidió tencas fritas a su cocinero. Los monjes se entristecieron por la marcha del Emperador.
Pese a aquel infausto almuerzo, legó a los Jerónimos 160 carneros, 3 vacas lecheras, un gallinero y abundante cebada y avena para que hicieran a partir de entonces su propia cerveza.

Pasaje perteneciente a la novela: "SABOR Y SABER" de los autores:  Juan B. Verde Asorey, Valentín Domínguez Cerrillo y Víctor M. Casco Ruiz. Ilustraciones de Manuel Malillos Rodríguez. Editora: Cristina Medrano Montero. Editorial Cuatrohojas(www.editorialcuatrohojas.com)

De esta novela dicen sus autores:  no es un libro de recetas; no es un libro de Historia de la Gastronomía; no es un libro de Filosofía. Es un libro donde todo ello se junta, pero sin perder sus esencias. 
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2 comentarios:

  1. Interesantísimo!!!!!
    Me ha encantado leer estas anécdotas sobre la relación de Carlos V y la comida.
    Saludos.

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    1. Muchas gracias, Maite. En la novela se citan muchas otras anécdotas referidas al origen, usos y recetas de alimentos tan utilizados como los garbanzos la sal, los tomates, etc., etc., como bien dices: ¡Interesantísimo!

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